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Durante las últimas semanas, Birmania, mayoritariamente budista, ha asesinado sistemáticamente a civiles pertenecientes a la minoría musulmana rohinyá, con lo que ha obligado a más de 270.000 personas a huir a la vecina Bangladés mientras los soldados birmanos les disparan incluso cuando ya están cruzando la frontera.
“Los budistas nos están matando a balazos”, dijo Noor Symon, una mujer que traía a su hijo en brazos, a un reportero de The New York Times. “Quemaron las casas y trataron de balearnos. Mataron a mi esposo a tiros”.
Daw Aung San Suu Kyi, la viuda que desafió a los dictadores de Birmania, soportó 15 años de arresto domiciliario y encabezó una campaña a favor de la democracia, era una heroína de los tiempos modernos. Sin embargo, ahora Daw Suu, como dirigente de facto de Birmania, es la principal apologista de esta limpieza étnica, mientras el país oprime a los rohinyás (de piel más oscura) y los acusa de ser terroristas e inmigrantes ilegales.
Qué vergüenza, Daw Suu. Te honramos y peleamos por tu libertad, ¿y ahora usas esa libertad para condonar el asesinato de tu propio pueblo?Llamarlo “limpieza étnica” podría quedarse corto. Incluso antes de la última ola de terror, un estudio de la Universidad de Yale había sugerido que la brutalidad hacia los rohinyás bien podría constituir un genocidio. El Museo Conmemorativo del Holocausto de Estados Unidos también ha advertido de un inminente genocidio en contra de los rohinyás.
“Están matando niños”, dijo Matthew Smith, el director ejecutivo de un grupo de derechos humanos llamado Fortify Rights, después de haber entrevistado a algunos refugiados en la frontera con Bangladés. “Estamos hablando, por lo menos, de crímenes de lesa humanidad”.
“A mis dos sobrinos les cortaron la cabeza”, le dijo un sobreviviente rohinyá a Smith. “Uno tenía 6 años y el otro 9”.
Otros relatos describen a soldados que arrojaron a los bebés a un río para que se ahogaran y que decapitaron a una abuela. Hannah Beech, mi colega de The New York Times que ha ofrecido una sobresaliente cobertura desde la frontera, lo dijo así: “Ya he cubierto crisis de refugiados antes y esto es, por mucho, lo peor que jamás haya visto”.
No es que Daw Suu esté organizando los asesinatos (ella no controla al ejército), ni tampoco es que sean unilaterales por completo. La última matanza comenzó después de que milicias rohinyás atacaron estaciones de policía y una base militar el 25 de agosto; las fuerzas de seguridad de Birmania respondieron con una furiosa táctica en contra de civiles rohinyás.
Se cree que cientos de personas han sido asesinadas, pero Daw Suu no ha condenado la matanza. En cambio, acusó a los grupos de ayuda internacionales y se quejó acerca de “un enorme iceberg de desinformación” cuyo objetivo es ayudar a “los terroristas” —presuntamente en referencia a los rohinyás—.
Cuando una mujer rohinyá contó valientemente cómo habían matado a balazos a su esposo, y cómo ella y sus tres hijas adolescentes habían sido víctimas de violación tumultuaria por soldados, la página en Facebook de la oficina presidencial ridiculizó los reclamos al calificarlos como una “violación falsa”.
Con base en una conversación que alguna vez tuve con Daw Suu sobre los rohinyás, me parece que genuinamente cree que son fuereños y agitadores. Pero, además, esta gigante de la moral se ha convertido en una política pragmática; sabe que cualquier compasión mostrada hacia los rohinyás sería políticamente desastrosa para su partido, en un país que es profundamente hostil hacia su minoría musulmana.
“Aplaudimos a Aung San Suu Kyi cuando recibió su Premio Nobel porque simbolizaba la valentía frente a la tiranía”, señaló Ken Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch. “Ahora que está en el poder, simboliza la complicidad cobarde en la tiranía mortal que cae sobre los rohinyás”.
Otro ganador del Premio Nobel de la Paz, el arzobispo Desmond Tutu, escribió una dolorosa carta abierta a su amiga: “Querida hermana, si el precio político de tu ascenso al mayor cargo en Birmania es tu silencio, el precio es ciertamente demasiado alto”.
Birmania trata de mantener a los extranjeros fuera de las zonas donde hay rohinyás, pero conseguí llegar ahí dos veces en los últimos años, e incluso entonces estaban confinados a campos de concentración o aldeas remotas. A muchos se les negaba sistemáticamente la atención médica y a los niños se les prohibía asistir a las escuelas públicas. Se trata de un apartheid en pleno siglo XXI.
Vi a una mujer de 23 años, Minura Begum, perder a su bebé porque necesitaba un doctor. Conocí a una brillante chica de 15 años cuyo sueño de convertirse en doctora se ha venido abajo pues se encuentra confinada en un campo de concentración. Me topé con un niño de 2 años, Hirol, que moría de hambre después de que su madre falleció por falta de atención médica.
Daw Suu y otros funcionarios de Birmania se niegan a usar la palabra “rohinyá” y los ven solo como inmigrantes ilegales llegados de Bangladés, pero eso es absurdo. Un documento de 1799 muestra que, incluso en ese entonces, la población rohinyá estaba bien establecida.
En Washington, los senadores John McCain y Dick Durbin han presentado una resolución bipartidista que condena la violencia y llama a Daw Suu a trabajar para detenerla. Espero que el presidente Donald Trump también se pronuncie.
Sabemos que el gobierno de Birmania responde a la presión, pues eso fue lo que le dio a Daw Suu su libertad. Sin embargo, ha habido poca indignación a favor de los rohinyás. Bravo por el papa Francisco, por ser una excepción dentro de los dirigentes mundiales y defenderlos. Una lección básica de la historia es que ignorar un posible genocidio solo alienta a los perseguidores.
Hay peticiones en línea para quitarle el Nobel a Daw Suu. De hecho, no hay un mecanismo para la remoción del premio, pero deseo que el dinero de este pudiera recuperarse para alimentar a las viudas y huérfanos que están surgiendo bajo su cargo.