Tlatelolco 1968 In Memoriam (Fragmento) - Patricia Meza


“…Y el pueblo ofendido abrirá sus ojos…”

“…Mi raza ha sido pisoteada y a mi espíritu no se le permite hablar…”

Miguel Ángel Ruiz

   Hoy, septiembre 13, 2018, veo las pancartas, las fotos en blanco y negro en una retransmisión de la Marcha del Silencio de hace 50 años. Empiezan a surgir en mi memoria episodios borrosos casi olvidados...

   Esta vez, cinco décadas más tarde, estoy viendo la ‘Marcha del Recuerdo’ en vivo por internet y todas esas personas bajo la lluvia, aunque son tan diferentes en vestuario, actitud y estilo, son similares a las que se hallan en mi memoria. Se me vuelve a enchinar la piel.  Veo a esos jóvenes que marchan con la esperanza de obtener una mejor calidad de vida, tan parecidos a aquellos de hace décadas  y  brindo por la valentía, el honor y la dignidad. Y sobre todo, por la conciencia, en la espera de que no continuemos enceguecidos.  ¿Vendrán nuevas épocas? ¿Un México diferente al que hemos tenido que vivir? 

   Pero vuelve a mí ese peso en el alma… cuántas vidas perdidas, ilusiones truncadas, inteligencias y voluntades cortadas.  Cuántos seres valiosos han sido aplastados orillándolos a desviarse de sus más altas esperanzas y anhelos y a cuántos simplemente se les ha aniquilado.


Últimas semanas de septiembre, 1968

   Recuerdo mi escuela primaria en la calle Abraham González en la Colonia Juárez… No con gusto ni con cariño porque era el lugar que más me aburría en el pequeño mundo que conocía a los 7 años. Me vienen a la mente algunas maestras, la prefecta, la señora de la limpieza… pero casi ninguno de mis compañeros. Fui una nerd flaquita de rizos abundantes y alborotados que en sus mejores días iba de trenza alaciada mediante jugo de jitomate y jalones de cabello.  

   Lo que sí recuerdo muy bien es la panadería de la esquina… su dueño, un español muy blanco y grandote, siempre de boina quien, aunque parecía ser enojón y malhumorado, me inspiraba confianza. 

   A la hora de la salida, diariamente, en el preciso instante en que veía a mi mamá entre las madres que esperaban a sus hijos, salía disparada del tan espantoso lugar que era la escuela para mí. Ella me tomaba de la mano sin hablarme y pasábamos a comprar los bolillos del día para la comida. Cuando había dinero y me iba bien, me compraba un pan de dulce; en las demás ocasiones me daba un bolillo. Pero ese simple hecho recompensaba mis interminables horas en la escuela y sobre todo, ese agónico espacio de tiempo llamado recreo. Todavía ahora, el olor a pan recién sacado del horno, su tacto suavecito e infladito -sea bolillo o pan de dulce- pueden reconfortar mi alma y transportarme a pensamientos de submarinos enormes, vuelos a la luna o vacaciones de dos años sola en una isla, mis escapadas infantiles de la apagada realidad que me circundaba. 

   No platicaba mucho con mamá mientras caminábamos… seguramente ella tenía muchas cosas en la cabeza y preocupaciones en el corazón para querer enterarse de cómo había sido el día de la extraña niña que la acompañaba.

   Así pues, la rutina de caminar desde la escuela hasta la calle de Balderas, en la que vivíamos, era un espacio de ensoñación en el que nadie me interrumpía y en cambio sí me recompensaban con un pan caliente y suave en mi mano. 

   Mi primer recuerdo del 68 es que estaba en la panadería viendo como mi mamá ponía bolillos en la charola y secretamente yo espiaba a las demás personas en el lugar al mismo tiempo que maldecía y cargaba mi “pesada” mochila:  veía al español, detrás del mostrador leyendo el periódico,  echando madres y alegando quién sabe qué; un empleado aventando los bolillos recién hechos a las cajas abiertas de madera donde los arrojaban y al mismo tiempo, trataba de entender qué decía su jefe,  mientras un cliente, señor ya mayor, estaba indeciso entre llevarse una concha o una trenza. Todo normal. Los panaderos, adentro, con sus redes en la cabeza para sujetar su cabello, afanándose por sacar el pan a tiempo.

   De repente, paró un camión afuera de la panadería. Desde dentro de él salía una gritería llena de vida. El susto fue palpable en todos los presentes incluida yo...  no sabía por qué los demás estaban tan nerviosos. 

   Entonces hizo su aparición en la puerta un joven a quien ví, por su estatura y personalidad, como si fuera un semidiós medio güero enfundado en un suéter negro con cuello de tortuga, un joven que cubría su cabeza con una extraña boina (ahora sé que era del tipo usado por el Ché Guevara) con unos cuantos rizos saliendo por sus sienes, seguido por dos muchachos. Y digo semidiós porque tuvo el poder de hacer que se parara el tiempo: todos nos quedamos observándolo, esperando a que dijera algo trascendental, que dictara su divina sentencia. Se quitó la gorra y dirigiéndose al español, le dijo:

   - Buenas tardes, señor. No se asuste, no les vamos a hacer nada. Estamos de paso y queremos ver si nos pudiera vender muy baratos los bolillos porque aún no hemos comido y algunos de nuestros compañeros tienen hambre. Si no lo quiere hacer, nos vamos ya…

   Mientras hablaba, buscaba monedas en su bolsillo y los dos muchachos de atrás, que no eran tan guapos como él, sino de tipo común, le dieron más monedas y se quedaron resguardando al semidiós mientras recorrían con la vista todo el panorama. Quizás yo sólo estoy idealizando el evento, pero hasta los muchachos aún en el camión se callaron y silenciosamente se asomaron por las ventanillas. 

   La tensión era palpable incluso para la extraña niña de los rizos en la cabeza despeinada que estaba mordisqueando su pan. El español, que había cobrado un color rojo escarlata los observó y le ordenó con un gesto a un empleado que tomara una charola y la llenara. De adentro de la cocina salieron dos empleados más con costales. La niña recuerda bien los gestos y las miradas:

   - Jefe ¿les podemos llenar estos costales?
   - ¡Coño! Claro que sí… y uno de ustedes entre por otro costal.

   El español vació su panadería -excepto por el pan en la charola del señor mayor y en la de mi mamá, quienes se habían quedado petrificados como si fueran estatuas mirando al semidiós. Aún recuerdo la mirada del gachupín… entre triste, comprensiva y solidaria… pero sobre todo llena de profunda tristeza, compasión y quizás entendimiento de lo que seguiría.

    Los empleados no estaban tiesos como estatuas, pero aún así, no se podían mover muy bien pues eran presa de no sé qué emociones; extendieron los brazos con  los costales y los tres jóvenes avanzaron unos pasos para tomarlos y entonces… ¡ah! el semidiós pasó junto a la extraña niña.

   Olía a sudor y las gotas escurrían por sus sienes y bajaban por los rizos que al liberarse de la boina, caían en su suéter y al suelo. Volteó a ver a la niña que  también tenía los rizos despeinados, la miró a los ojos, puso su mano en la pequeña cabeza y en voz baja y dulce dijo:

   - “Lo que hacemos, también lo hacemos por ustedes…”

   Allí se rompió, en parte, el hechizo de la suspensión del tiempo. Tomaron los costales. Agradecieron al español que a señas les dijo que no quería las monedas y corriendo al camión se subieron de un brinco. La gritería se volvió a oír y el camión desapareció. 

   Los que estaban en la panadería a excepción de la niña, necesitaron tomar algunas respiraciones antes de recuperarse de la impresión  mientras que ella, casi inmóvil había experimentado un espacio de tiempo y vida que jamás olvidaría. Ese suceso la marcó para siempre. ¿Exactamente qué es la raza humana que a veces es aborrecible pero otras veces se puede conectar y decir mil historias, sentimientos y emociones calladas en menos de diez palabras? 

   Sólo recuerdo que seguí el camino a casa de la mano de mi mamá, sin hablar, sin escuchar, sin interesarme por nada más que por el sentimiento de unión y solidaridad con otro ser humano al que jamás, jamás volví a ver… ni siquiera a recordar por muchos, tal vez demasiados años.

   ¿Qué pasó con ese semidiós de ideales dignos?  ¿Lo mataron en Tlatelolco? ¿Se lo llevaron de San Cosme al Hospital Rubén Leñero donde se sabe que les daban el tiro de gracia? ¿Está vivo,  y si es así…  desde su punto de vista valió la pena?  ¿Alguna vez se imaginó que a 50 años de “asaltar” la panadería de Abraham González, la que había sido una extraña niña lo iba a recordar con cariño y agradecimiento? Los hijos del español y los de sus empleados ¿supieron alguna vez que sus padres habían tocado vidas? 


2 de octubre, 1968 

   Mi casa estaba en Balderas número 50, entre Artículo 123 e Independencia;  vivíamos en el departamento 2.  Aún es un tremendo y raro edificio estilo Porfiriano que ocupa toda la esquina: techos altos, adornos redondos de madera rematando los pasamanos de cerámica. Mi casa constaba de un par de recámaras minúsculas, una cocina mínima y un vestíbulo que servía de sala y comedor. ¡Ah! pero con un baño que tenía tina. Imagino que seccionaron cada piso para que cupieran 3 departamentos por piso. Las ventanas de las recámaras dan a la calle Balderas. Enfrente está la iglesia a la que me llevaban, la primera iglesia Metodista. Era muy cómodo que asomándose a la ventana se pudiera ver cuándo empezaban los servicios, mirar la Avenida Juárez hacia la derecha y saber que hacia la izquierda están la Biblioteca y la Vocacional 5, llena de gente interesante que muchas veces observaba cuando estudiaba en la biblioteca.

   Mi casa estaba frente a un cine que tenía columnas en la entrada. Debajo del departamento había una dulcería y chocolatería Wong’s. Ir allí era como entrar al paraíso… los empleados me conocían y me regalaban dulces. Cuando estaban los dueños, me consentían mucho más que los empleados pues mi papá había sido chofer de ellos.

   Un buen día, desperté asustada por el movimiento de la cama. Todo el departamento se cimbraba quién sabe por qué. Mis papás entreabrieron las persianas a la calle y todos nos asomamos: iban desfilando tanques y soldados. Extraño acontecimiento a esa hora de la noche y sin que fuera el desfile del 16 de Septiembre, que siempre veía desde mi ventana o desde las ventanas de la iglesia metodista. 

   La calle estaba vacía, sombría, triste…desde el evento del semidiós en la panadería, no hace tantos días, todos murmuraban, alegaban y decían cosas pero nadie aclaraba nada… y ahora, esto se parecía a la toma de Varsovia en la segunda guerra mundial, de la cual algo había leído. Pero esos no parecen nazis… ¿o sí? ¿A dónde iban? ¿A matar a alguien? ¿Estábamos en guerra? ¿Nos iban a matar por protestantes? ¿Nos teníamos que esconder? ¿Podíamos esconder a alguien?

   El padre de la casa, torpe y falto de visión como siempre, ordenó a todos irse a dormir diciendo que no pasaba nada y cerrando las persianas, irresponsablemente dejó fuera lo que estaba sucediendo en el mundo. Pero la niña no podía dormir…se preguntaba qué estaba pasando y porqué, y si esto tenía que ver con ella. 

   Quizás debería construir un Nautilus, llevar en él a sus abuelos y largarse a las profundidades del mar. ¿Cómo? ¿Con qué? ¿A quién más necesitaría llevar para poder sobrevivir? Y luego…la bruma… el sueño…

   Sin saber cuánto tiempo ha pasado, la extraña niña volvió a la realidad… Gritos, carreras, gemidos… ¿disparos? Y otra vez con las persianas entreabiertas, el cuarto en obscuridad con sólo la luz que provenía de la calle y sin que los padres se dieran cuenta, se deslizó y se asomó por la ventana. Se tuvo que frotar los ojos para asegurarse de que no se trataba de uno de sus libros de historia y aventuras… había gente corriendo por la calle, sangrando, gritando y pidiendo ayuda. Y soldados corrían detrás de ellos. Hacia la izquierda, hacia la biblioteca, se oía ruidos fuertes, como rugidos.  E imponiéndose a todos esos ruidos,  escuchó la voz temerosa e imperiosa de la figura paterna:

   - ¡Acuéstate! ¡Duérmete! ¡No te asomes! ¡Quítate de allí!

   Y la peor de todas las afirmaciones:

   - ¡No pasa nada!

   Se quedó petrificada…sin nadie que le explicara cosa alguna, deseando poder correr a la puerta del edificio y meter a cuanta gente pudiese como si se tratara de su Nautilus… y además, mil preguntas: ¿Quién los va a ayudar? ¿Por qué no los ayudan? ¿Por qué los están cazando? ¿Qué hicieron? ¿Son compañeros del semidiós? ¿Por qué no hacemos nada? ¿Cómo que no pasa nada? ¡Tendríamos que hacer algo! 

   Y luego… la obscuridad… la inconsciencia… la ignorancia… la impotencia… el ‘no pasa nada´… pero eso sí: sintió la piel enchinada y el alma indignada.