El diferencial entre la renta per cápita mexicana y la de EE UU y Canadá aumenta desde 1994, contradiciendo las promesas iniciales
Agosto de 1992. Washington, México y Ottawa acaban de firmar la creación de la mayor área de libre comercio del mundo hasta la fecha, que entraría en vigor un año y medio más tarde. Los mandatarios de los tres países —entre ellos uno de sus mayores valedores, el republicano George H. W. Bush— se cruzan parabienes y pronuncian discursos grandilocuentes sobre las bondades del acuerdo. “El tratado significa más empleo y mejor pagado para los mexicanos”, anuncia el presidente mexicano, Carlos Salinas de Gortari. Su secretario de Comercio, Jaime Serra, va un paso más allá: “El diferencial salarial [de México respecto a EE UU y Canadá] tenderá a irse cerrando con el tiempo”. La teoría económica neoclásica y la tendencia en el periodo inmediatamente anterior (1988-1992) reforzaba la validez de sus afirmaciones, pero la realidad —a pesar de que la calidad de vida en México, como en el resto del mundo, ha dado un salto en este periodo— les ha acabado dando la espalda.
Dos vehículos salen de una planta de ensamblaje de General Motors en Villa de Reyes (San Luis Potosí, México). R. BLACKWELL AP |
Más de dos décadas después de la firma del TLCAN, lejos de converger, la renta mexicana por habitante ha divergido ligeramente respecto a la de sus socios. Los datos del Banco Mundial no dejan margen para las dudas: entre 1994 –cuando entró definitivamente en vigor el tratado– y 2015, el ingreso medio por persona se multiplicó por 1,91 en México, por 1,96 en Canadá y por 2,02 en EE UU. En otras palabras: lejos de disminuir, la brecha ha aumentado. La comparativa arroja resultados aún más contundentes cuando se pone en perspectiva la evolución del PIB per cápita mexicano respecto al del resto de América Latina y el Caribe: allí se multiplicó por 2,83, un guarismo que hace palidecer a la evolución mexicana en un momento en el que la nueva Administración estadounidense está poniendo en tela de juicio la vigencia del tratado.
“Parte de la idea del TLCAN era la promoción de la convergencia, y eso no ocurrió: los salarios no convergieron, ni de lejos, como se esperaba”, asegura Gerardo Esquivel, del Colegio de México. “Esto desmiente la idea de que los beneficios han sido solo para México, como defiende Trump”, añade. Los resultados del acuerdo, pese a ser positivos en términos generales para los socios, han sido mucho menos favorables de lo que se vendió: “Ha habido un grupo de ganadores y uno de perdedores, pero las ganancias netas en México han sido muy débiles”, subraya Esquivel.
¿Qué ha sucedido para que no se produjese la convergencia prevista en los noventa, tanto por los modelos económicos como por los discursos políticos? Raymond Robertson, de la Texas A&M University, distingue varios hitos en estas más de dos décadas. “La crisis del peso de diciembre de 1994 [el tequilazo] redujo drásticamente los salarios de los trabajadores mexicanos”, apunta. Tras aquella crisis monetaria devenida en cataclismo económico, la renta per cápita del país hispanoamericano repuntó de forma sostenida hasta 2001, “aunque nunca se recuperó del todo”. Aquel año, EE UU entró en recesión y China accedió a la Organización Mundial del Comercio, un factor crucial para el profesor estadounidense: “Supuso una mayor fuente de competencia para México y presionó a la baja los salarios”. Desde entonces, y pese a la Gran Crisis de 2008 y 2009, que impactó mucho más a EE UU, el PIB per cápita y la remuneración de los trabajadores mexicanos han seguido una senda claramente discordante respecto a sus vecinos del norte. Y eso, pese a que México “ha hecho lo que la teoría económica receta para alcanzar el crecimiento”, incide Robertson. “Varios eventos y factores externos, en cambio, parecen haber impedido que la brecha se cerrase”.
La productividad es, según Monica de Bolle, del Peterson Institute, el factor que más ha frenado la posibilidad de una convergencia real. “Se pensaba que el acuerdo favorecería el acercamiento entre los niveles de renta, pero la divergencia tiene poco que ver con el tratado de libre comercio y mucho con la productividad”, destaca. Mientras que la productividad del trabajo en EE UU y Canadá siguió creciendo tras la firma del TLCAN, en México prácticamente se mantuvo estable. De Bolle, además, discrepa de Robertson en un punto de su diagnóstico: la capacidad de las autoridades mexicanas para introducir cambios internos que hubiesen podido cambiar la trayectoria. “El impulso inicial del tratado no pudo prolongarse en el tiempo por la ausencia de reformas”, sentencia.
De su misma opinión es Roberto Durán-Fernández, de la consultora McKinsey. Para él, el paquete de reformas de 2012 y 2013 llegó con una década de retraso. “El dinamismo de la economía mexicana derivado del TLCAN empezó a disminuir mucho antes de los 25 años que se habían calculado inicialmente”. A este hecho se suma la falta de inversión, lacerante en el caso de las infraestructuras, “que ha afectado mucho porque la configuración de los ejes de infraestructuras condiciona el desarrollo económico”. “Desde que se firma el tratado hay dos Méxicos diferentes: uno desarrollado e industrial que se desarrolla e industrializa más, fundamentalmente en el norte pero no solo —caso de El Bajío o Yucatán, que da salida a sus productos manufacturados a través del puerto de Progreso—, con un componente común: muy bien conectadas con EE UU. Y otro no conectado, fundamentalmente en el sur pero no solo —caso de Veracruz, físicamente nada alejadas de EE UU pero con un eje de carreteras muy deficiente—”, sostiene.
José Romero Tellaeche, director del Centro de Estudios Económicos del Colegio de México, emerge como la voz más discordante, mucho más crítica con el tratado y sus efectos sobre la economía mexicana. “Lejos de promover una mayor industrialización, ha producido una leve desindustrialización. Y eso ha hecho que las derramas sobre la economía nacional y el aprendizaje hayan sido mínimas”, apunta. “Además, México se quedó sin política monetaria, fiscal y cambiaria con el TLCAN, con EE UU como único motor de crecimiento”.
Bajo estos parámetros, Romero tacha de “mediocre” el saldo histórico de un acuerdo de libre comercio basado únicamente en “favorecer que las empresas estadounidenses aprovecharan la mano de obra barata” mexicana. “Eso, a la larga, ha provocado una divergencia de renta entre ambos países y un resentimiento en EE UU” que ha desembocado en la elección de Trump. La propuesta del profesor del Colegio de México para salir del atolladero es un proyecto económico “nacional” de empresarios mexicanos bajo el auspicio del Estado y con capital extranjero “no estadounidense”. Sin embargo, Romero reconoce que, al abrirse la renegociación del TLCAN, “se abre la caja de pandora; y es posible que a México le vaya peor de cómo está ahora”.
Durán-Fernández, de McKinsey, cree que se está pecando de optimismo en caso de un final abrupto del tratado. “Se subestima el impacto jurídico: más que una reducción de aranceles, el TLCAN es una garantía de seguridad jurídica, institucionalidad y certidumbre”, apunta al tiempo que recuerda una doble paradoja: que la perspectiva de crecimiento que supuso su firma hizo también que se desatendiese la diversificación, y que nadie pensó que EE UU acabase siendo quien quisiese hacer pedazos el tratado. “Eso no entraba en los planes de nadie: el riesgo venía más bien por el lado de un movimiento proteccionista interno”, asevera. De momento, lo único claro es que el tratado deja tras de sí un reguero de oportunidades económicas aprovechadas pero, también, una promesa incumplida en materia de convergencia. México es hoy, en términos relativos, más pobre que vecinos del norte. Y lejos de revertirse, esta tendencia tiende a perpetuarse.