Es un momento sin precedentes en la historia política del país. Un político neófito —un hombre famoso por hacer payasadas en televisión que nunca tuvo un puesto político en su vida— está compitiendo para ser presidente. Se alimenta del descontento que fue hirviendo a fuego lento gracias a la corrupción de la clase política y de los políticos convencionales. Con el apoyo de elementos de la extrema derecha, tiene una plataforma llena de promesas vagas y proclama su falta de experiencia política como una de las razones para votar por él. Su competencia es la ex primera dama de un presidente con tendencias de izquierda. Ella es una figura completamente polarizadora a quien una gran parte del electorado percibe como una total corrupta.
Para sorpresa de todos los especialistas, el candidato aprovecha una ola de ira populista y alcanza la victoria.
¿Les suena familiar? Como Donald Trump, ¿no? Sí, pero también es la historia de las elecciones presidenciales de Guatemala en 2015. El político es un hombre llamado Jimmy Morales, un comediante bufonesco de programas de entrevistas que fungió como candidato de un partido de extrema derecha llamado Frente de Convergencia Nacional. El lema de la campaña que se repitió sin cesar fue: “Ni corrupto, ni ladrón”. A diferencia de Trump, Morales venció con facilidad a su oponente, Sandra Torres, tras reunir el 70 por ciento de los votos en la segunda vuelta.
A primera vista hay un paralelismo sorprendente entre las victorias del presidente Morales y del presidente Trump que podría parecer una simple coincidencia. En muchos sentidos, los dos países son diametralmente opuestos. Después de todo, desde hace mucho tiempo, Guatemala ha sido una de las sociedades más desiguales del hemisferio occidental, y el sueño estadounidense ha sido la atracción para generaciones de cientos de miles de guatemaltecos que han buscado escapar de la pobreza y la inseguridad.
Sin embargo, la promesa de un mejor futuro que alimenta al sueño estadounidense se ha ido diluyendo durante décadas. No solo para los inmigrantes pobres, sino también para las familias de la clase trabajadora de Estados Unidos. Desde los años setenta, la brecha entre ricos y pobres se ha ensanchado inexorablemente a medida que la desigualdad socioeconómica se ha fusionado de manera profunda en el tejido social. De la misma manera que sucedió con el presidente Morales, el apoyo a la presidencia de Trump surgió en parte por la frustración de los votantes hacia una clase política a la que culpan de un statu quo abiertamente desigual. Y ahora, las aspiraciones de los legisladores de derecha de Estados Unidos podrían presagiar convergencias aún más profundas y más perturbadoras entre las pesadillas de Centroamérica y un sueño estadounidense que se debilita.
Los niveles espectaculares de desigualdad de Guatemala se han forjado desde hace mucho tiempo. En los últimos 100 años, una élite oligárquica ha peleado con uñas y dientes para mantener las riendas del poder y monopolizar la economía de exportación del país. Por medio de la opresión militar y la manipulación de un débil sistema democrático, han repelido continuamente los esfuerzos para reformar al país desde abajo. Como resultado, el 1 por ciento de los guatemaltecos controla hoy el 65 por ciento de la riqueza nacional. Para proteger su impunidad, estas élites también han trabajado para que el Estado guatemalteco se mantenga debilitado y sea incapaz de interferir en sus intereses comerciales. En este sentido han tenido un éxito increíble. Guatemala tiene la tasa de impuestos sobre la renta más baja (un impuesto fijo de 12 por ciento) y algunas de las leyes financieras, ambientales y de supervisión laboral más endebles del hemisferio.
Las consecuencias del éxito de estas élites han sido terribles para el resto del país, y brindan una moraleja para los que creen que destruir las instituciones públicas puede dar lugar a una sociedad más equitativa. La carencia de financiamiento para la educación pública hace que Guatemala siga siendo uno de los países con más analfabetismo de América, y las fallas en los sistemas de asistencia médica y seguridad social socavan las escasas redes de seguridad social que tienen los pobres. Mientras tanto, la clase media es una astilla que se aferra a su lugar: se ubica de manera precaria entre la superminoría de los superricos y un vasto mar de pobreza miserable. Más de la mitad del país vive debajo del umbral de pobreza y la movilidad social es virtualmente inexistente; esa es una de las razones por las que muchos guatemaltecos pobres arriesgan la vida en el peligroso viaje a Estados Unidos.
Sin embargo, las condiciones sociales y económicas que hicieron posible la existencia del sueño americano llevan mucho tiempo en la dirección equivocada. Los salarios de la clase trabajadora se han mantenido estáticos durante treinta años, mientras el 1 por ciento controla cada vez más riqueza, lo que ha provocado que la desigualdad de los ingresos en Estados Unidos sea la más alta desde la década de 1920.
En los últimos 30 años, las instituciones que hacen posible la movilidad social —como la educación superior accesible— y protegen a las familias con menores ingresos de quedar atrapados entre las deudas —como los programas de beneficencia social— han sufrido recortes drásticos, con lo cual las familias pobres han tenido que cargar con más deudas y menoscabar sus horizontes. Y aunque los ricos se vuelven más ricos y los pobres más pobres, el aumento de los beneficios fiscales para los más ricos ha hecho que puedan pagar a las arcas públicas un porcentaje de sus fortunas menor al que pagan los miembros de la cada vez más atribulada clase media.
Y ahora, por el aceleramiento para destruir las instituciones nacionales y el fortalecimiento de los privilegios de las élites, los políticos de derecha en Estados Unidos parecen determinados a reestructurar la sociedad estadounidense para que cada vez sea más parecida al modelo guatemalteco. Mientras Trump fanfarronea sobre el “muro grande y hermoso” que va a construir para detener a los migrantes pobres, los legisladores republicanos han presentado un proyecto de ley que busca esterilizar las leyes que vigilan las finanzas de los bancos, demoler las normas de protección ambiental, eliminar el Departamento de Educación y reducir el acceso a la asistencia médica. Proclaman que habrá un impuesto fijo sobre la renta que reducirá aún más el gravamen para los ricos, así como grandes recortes fiscales para las empresas con tal de que Estados Unidos sea más competitivo en la “carrera global hacia al abismo” .
Estados Unidos sigue siendo un faro para los centroamericanos que están desesperados por obtener una vida mejor. En julio de 2016 conversé con un guatemalteco de 20 años llamado Wilmer, quien había recorrido México y buscaba cruzar hacia Estados Unidos. “Para los pobres como yo, mi país es como una jaula de la que no se puede salir”, afirmó Wilmer mientras esperaba, junto con otros centroamericanos, para subirse a un tren de carga con dirección al norte. “Y todos sabemos que este viaje es peligroso. Nos podemos caer, incluso morir. Pero al menos hay esperanza al final del camino”.
Por ahora, el sueño estadounidense sigue vivito y coleando. Sin embargo, es espantoso imaginarse un futuro en el que se haya extinguido la esperanza que Estados Unidos todavía representa para los pobres de Centroamérica, no por la presencia de un “muro grande y hermoso”, sino porque la desigualdad arraigada lo ha convertido en un monstruoso “doppelganger” de esas otras sociedades.