Residentes de Juchitán de Zaragoza, Oaxaca, en espera de noticias del policía que quedó bajo los escombros del palacio municipal de la ciudad. Brett Gundlock para The New York Times |
JUCHITÁN DE ZARAGOZA, México — Bajo el resplandor de luces portátiles y algunas linternas, unos hombres empapados de sudor cavaban en medio de los escombros de esta ciudad. Era la primera noche después del terremoto más potente vivido en México en el último siglo y abundaban los edificios derruidos en esta localidad oaxaqueña y en diversas zonas del sur de México.
Sobre el montículo de escombros, los hombres se movían casi como arqueólogos y cavaban con sus propias manos para sacar los trozos de concreto. En otras ocasiones usaban una excavadora que, con una precisión brutal, acercaba a los trabajadores hasta su objetivo: debajo de todo ese desastre había un hombre que, tal vez, seguía con vida.
Durante todo el viernes fueron rescatadas víctimas de los escombros de viviendas, tiendas y oficinas de Juchitán de Zaragoza, una ciudad de 100.000 personas ubicada en el estado mexicano de Oaxaca donde el sismo causó, hasta el momento, el fallecimiento de 36 personas y dejó más de 300 heridos.
El terremoto fue tan potente que se sintió en Ciudad de México, a más de 480 kilómetros de distancia y en el sur del país provocó la muerte hasta el momento de 61 personas. Pero ningún lugar resultó más afectado que Juchitán, una pequeña ciudad cerca de la costa del océano Pacífico.
El terremoto del jueves 7 de septiembre fue más poderoso que el sucedido en 1985, que causó la muerte de alrededor de 10.000 personas, sobre todo en Ciudad de México. Sin embargo, el sismo del jueves ocurrió en una zona alejada de la capital del país y afectó directamente a una región mucho menos poblada, por lo que el número de víctimas fue significativamente menor en esta oportunidad.El presidente Enrique Peña Nieto, en un intento por tranquilizar al país, visitó la ciudad el viernes por la tarde.
“La fuerza de la naturaleza puede ser devastadora pero la fuerza de la unidad y la solidaridad de los mexicanos es mucho mayor”, escribió Peña Nieto en su cuenta de Twitter. Al caer la noche, el mandatario y su comitiva se habían marchado de la zona.
“La fuerza de la naturaleza puede ser devastadora pero la fuerza de la unidad y la solidaridad de los mexicanos es mucho mayor”, escribió Peña Nieto en su cuenta de Twitter. Al caer la noche, el mandatario y su comitiva se habían marchado de la zona.
Casi transcurrido un día entero después del sismo, todavía faltaba rescatar a una última persona en Juchitán de Zaragoza. Los rescatistas estaban excavando entre los escombros del palacio municipal de la ciudad porque adentro de la edificación derruida se encontraba Juan Jiménez, un oficial de policía de 36 años que estuvo de guardia la noche del terremoto. Jiménez llevaba 18 años trabajando en el resguardo de la edificación cuando ocurrió el movimiento telúrico.
Ahora estaba bajo los escombros, en algún lugar del edificio donde fue visto por última vez. Encontrarlo le permitiría a la ciudad poder pasar de la fase de rescate a la de reparación y recuperación. Su búsqueda continuó hasta cerca de la medianoche del viernes y luego se reanudó al amanecer del sábado.
“Esto se convirtió en parte de nuestra historia”, dijo Scherezada Gómez, de 45 años, una profesora de secundaria que se encontraba entre los 150 residentes que el viernes observaban las labores de rescate, detrás de la cinta amarilla de la policía. “Con mucha fe superaremos esto”.
La noche era cálida y húmeda en la ciudad, donde la mayor parte de la población no tenía electricidad ni agua corriente.
Muchos residentes, preocupados por las réplicas y la posibilidad de otro terremoto, sacaron cojines y colchones de sus casas dañadas y se instalaron para pasar la noche bajo el cielo abierto, en las aceras, parques y patios delanteros. Muchos se quedaron cerca de sus hogares para vigilar en caso de que llegaran los saqueadores.
Oscar Cruz, su esposa, Noemí Jiménez, y sus tres hijos, decidieron pasar la noche en un estacionamiento. Dijeron que, como mexicanos, se habían acostumbrado a los terremotos, pero que el episodio del jueves por la noche no se parecía a nada de lo que ya habían vivido.
“Fue como si nos hubieran metido en una licuadora y alguien apretar el botón de nivel 5”, recordó Noemí Jiménez. Su casa fue completamente destruida y estimaban que la reconstrucción les llevaría dos años.
“Va a ser muy difícil recuperarse de esto, y va a tomar mucho tiempo”, dijo Cruz. “Poco a poco”.
A última hora de la noche, el equipo de rescatistas –compuesto por marinos, oficiales de la policía federal y especialistas en desastres– seguía cavando y sus monos de trabajo se manchaban del gris del concreto pulverizado.
Entre la multitud que observaba la operación de rescate se encontraba la esposa y los tres hijos del policía desaparecido, además de algunos familiares. Estaban allí desde las 06:00 de la mañana.
Los residentes parecían hacer una vigilia silenciosa. El silencio era primordial porque los rescatistas usaban sus oídos para captar cualquier señal de vida entre los escombros.
“Estamos desesperados”, susurró Rosa Jiménez, hermana del policía. “Por favor, sáquenlo de ahí. Estamos esperando un milagro. Le pido a Dios que nos haga este milagro, que esté vivo”.
En ese momento uno de los rescatistas se acercó a los escombros y gritó: “¿Hay alguien vivo? Por favor, haga algún sonido. Vamos por ti, vamos por ti”.
No hubo respuesta. A veces los que buscaban se metían en algún hueco de las ruinas, primero introducían la cabeza y luego el cuerpo, pero al poco tiempo emergían sin nada nuevo que reportar.
El viernes por la noche, un miembro del equipo de rescate sacó una camiseta negra de los escombros y se la llevó a los hijos de Jiménez.
“¿Es la camisa de su papá?”, les preguntó. “Sí”, le contestaron y se reanudó la búsqueda. Más tarde, alguien sacó una gorra negra de béisbol y los hijos también la reconocieron.
El supervisor de la unidad de policía nacional que estuvo involucrada en la búsqueda, Israel Ponce, le puso la gorra a Wilhem, de 12 años y el más joven de los hijos del policía. Ponce trató de ser alegre para mantener el ánimo de los muchachos.
“Te ves muy guapo con esa gorra”, le dijo. Wilhem forzó una sonrisa; luchaba por seguirle la corriente. Luego miró a Ponce y le preguntó: “¿Pero puede decirme si mi papá está bien?”.
Ponce no le dio falsas esperanzas, solo le prometió que el equipo seguiría buscando a su padre. La pregunta de Wilhem fue contestada el sábado por la tarde.
Cientos de residentes se reunieron durante la mañana para observar la operación de rescate, aunque los dos hijos más jóvenes, incluyendo a Wilhem, se habían quedado en casa con su madre.
De repente, los familiares recibieron la noticia de que habían encontrado a Jiménez. Un grupo de ellos intentó acercarse al lugar donde estaban los escombros pero fueron detenidos por un cordón de oficiales de policía.
Jiménez estaba muerto por lo que la cifra de fallecidos en la ciudad subió a 37 y el total de víctimas mortales en el país a 62.
Mientras los rescatistas sacaban el cuerpo destrozado de Jiménez, tres parientes se desplomaron al suelo, sollozando de angustia, y su hijo mayor, Víctor Manuel, de 14 años, intentó traspasar el cordón policial pero fue retenido.
Los rescatistas envolvieron el cuerpo en un paño, lo llevaron a la parte posterior de una camioneta de la policía y lo trasladaron a la oficina del forense.
Los familiares se abrazaron y permanecieron unos minutos en el sitio, al mismo tiempo los vecinos los rodeaban y algunos también estaban llorando. Luego la familia se dirigió hacia la casa de Jiménez para darle la noticia a su esposa y los dos hijos más pequeños.