CHILE >> A 44 años del golpe de Pinochet, en Chile siguen luchando contra la impunidad | Por YASNA MUSSA 11 de septiembre de 2017

Una mujer visita el memorial a las víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet durante la tradicional marcha en honor a las víctimas en Santiago de Chile, el 10 de septiembre de 2017.CreditElvis Gonzalez/European Pressphoto Agency
SANTIAGO DE CHILE — Una mañana de junio de 2015, seis hombres de traje y corbata subieron al ascensor de un edificio empresarial en Santiago Centro, llegaron al quinto piso y entraron a una oficina donde ninguno de ellos trabajaba.
Juan Saravia, hijo de un militante comunista detenido y torturado durante la dictadura de Augusto Pinochet, no acostumbra a usar traje, pero ese día la ropa era parte de su objetivo político: llegar hasta el lugar donde trabajaba Andrés Terrisse Castro, exjefe de informática de la Central Nacional de Informaciones (CNI) de Chile —quien hasta ese día desempeñaba el mismo cargo en una empresa de cobranza— y ponerlo en evidencia.
A Terrisse se le acusa de mantener en secreto la información que podría dar con el paradero de ejecutados políticos durante la dictadura de Pinochet. Aquella mañana de 2015, mientras los compañeros de trabajo de Terrisse se escondían sin saber muy bién qué ocurría, Saravia empezó a pegar afiches en el ventanal de la oficina donde aparecía el rostro del exagente de la CNI, su nombre completo, el cargo que ejerció durante la dictadura y la acusación de guardar la información con el paradero de los desaparecidos.
Funa viene del mapudungun —la lengua mapuche— y significa “sacar a la luz lo podrido”. Fundada por un grupo de familiares de víctimas, su trayectoria se ha legitimado como una manera pacífica de hacer justicia ciudadana contra responsables civiles o ex militares de la dictadura y ha inspirado escenas de películas como Los Perros de Marcela Said o la recién estrenada Cabros de Mierda, de Gonzalo Justiniano.Se trataba de un nuevo acto de la Comisión Funa, una organización que nació para combatir la impunidad a través de un castigo colectivo, social, al poner en evidencia a los involucrados en crímenes de lesa humanidad que se encuentran en libertad. Una acción concreta para sentir que la justicia se vuelve realidad, similar a los “escraches” que suelen hacer activistas y familiares en Argentina y Brasil.
La Comisión Funa ha realizado unas 200 denuncias públicas desde que se fundó, el 1 de octubre de 1999, con una acción que tuvo como protagonista a Alejandro Jorge Forero Álvarez, un médico cardiólogo que fue sorprendido mientras trabajaba en un centro médico privado de Santiago. Forero Álvarez, también exagente de la CNI y miembro del Comando Conjunto, ha sido acusado de torturar a prisioneros y drogarlos antes de hacerlos desaparecer. Fue procesado por Carlos Cerda, el ministro de la Corte Suprema y más tarde fue requerido por la justicia nuevamente por la desaparición del militante comunista Víctor Vega, pero sigue en libertad.
Organizaciones nacionales de derechos humanos, familiares de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos recalcan lo lejos que está Chile de alcanzar el fin a la impunidad en relación con los crímenes cometidos durante la dictadura. Ven con entusiasmo lo que sucede en Argentina, por ejemplo, donde el exdictador Jorge Videla terminó su vida en la cárcel e incluso cumplen condena los jueces involucrados en la dictadura. Organismos internacionales como el Comité de Derechos Humanos o la Corte Interamericana de Justicia se han pronunciado exigiendo al Estado chileno pasos concretos y respuestas a la víctimas.
Según el balance entregado por el Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior en 2015, hasta diciembre de ese año existían 1372 exagentes procesados, acusados y condenados. De ellos, solo 163 recibieron penas de cárcel efectiva, aunque a fines de 2015 solo 117 cumplían prisión. Si bien el número de víctimas de la dictadura sobrepasa los 40.000, a la mayoría de sus victimarios se les aplicó la Ley de Amnistía creada por Augusto Pinochet en 1978, o bien los delitos han prescribido, aun cuando se trata de crímenes de lesa humanidad.
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Ciudadanos chilenos rinden homenaje a Salvador Allende y a las víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet en Santiago de Chile, el 11 de septiembre de 2017. CreditMario Ruiz/European Pressphoto Agency
“Nosotros queremos que esas personas tengan un castigo social. Que si no hay justicia efectiva, al menos se queden solos como consecuencia de lo que hicieron”, dice Juan Saravia, parte del núcleo duro de la Funa e integrante de la comisión de Investigación y Archivo.
Saravia se encarga junto a dos compañeros de elegir los casos, hacer la investigación, chequear la veracidad de la información, revisar los archivos judiciales y preparar el material que se entregará el día de la puesta en escena. “Sabemos lo que implica y por lo mismo tenemos que ser serios. Ante la mínima duda hemos tenido que suspender funas”, dice. El misterio se mantiene hasta el final y solo cuando despliegan el lienzo, los asistentes, incluído el resto de los miembros de la comisión, se enteran de quién es el protagonista de la performance política.
En tiempos de hiperconectividad y proliferación de redes sociales, la comisión ha aumentado sus medidas de seguridad. Un mensaje de Whatsapp filtrado puede ser un paso en falso sin retorno. Una imperdonable fuga de información. Por eso, los miembros del núcleo duro se comunican y organizan como lo hacían en dictadura. Evitan el uso de la tecnología y prefieren los mensajes encriptados que se traspasan en persona y en privado.
“Lo hacemos como en la vieja escuela”, dice Saravia remontándose a las estrategias que aprendieron en las clases de formación política y orgánica que les enseñaban a los militantes en la época de Pinochet. Sabe de lo que habla. Él mismo, hijo de padres militantes de las Juventudes Comunistas, nació en clandestinidad justo un mes después del golpe de Estado. Desde niño aprendió a guardar secretos y ser discreto. De esos años tiene el recuerdo de una vida itinerante, encubierta, en la que con solo 9 años vio fallecer a su padre por las secuelas de la torturas a las que fue sometido.

 ‘Nos han enseñado a ser desconfiados’

Cada septiembre en Chile es un viaje al pasado. La semana previa al 11, actos y conmemoraciones marcan el calendario de memoria y balances. También suele ser un mes de anuncios importantes. Este 2017, Michelle Bachelet aprovechó el homenaje a Salvador Allende para informar que dará “discusión inmediata” al proyecto que levanta el secreto sobre los antecedentes aportados a la comisión Valech 1 para que los tribunales tengan acceso a esa información y así avanzar en los procesos judiciales. Además, retomarán la recalificación para víctimas de prisión política y tortura, desaparición forzada y ejecución política que fueron rechazados por la Comisión Valech II.
La comisión Valech, creada en 2003 por el entonces presidente Ricardo Lagos, realizó informes con los relatos de las víctimas donde aparecen los nombres de los autores y cómplices de las violaciones a los derechos humanos. La Ley de Reparaciones estableció que la lista de los responsables se mantendría en secreto por 50 años, bajo custodia del Ministerio del Interior. Por eso el anuncio de la presidenta Bachelet marca un precedente en un día sensible para el país.
Sin embargo, la expectativa estaba puesta en el anuncio del cierre del penal Punta Peuco. Hace apenas un mes, la presidenta aseguró que cumpliría con la que fue una de sus promesas de campaña: cerrar la prisión donde una centena de exmilitares y civiles presos por crímenes de lesa humanidad cumplen sentencia bajo lo que se consideran condiciones especiales. Según un informe entregado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) en marzo pasado, Punta Peuco cuenta con una “privilegiada atención de salud” a la que no tienen acceso los demás penales del país.
Los beneficios que obtienen los condenados por crímenes de lesa humanidad deben ser acordes a la gravedad de los hechos, señala el informe; de lo contrario, serían solo penas “ilusorias”. Los reos de Punta Peuco, además, tienen acceso a canchas de tenis, televisores de 42 pulgadas y otras comodidades que han sido denunciadas por organizaciones como la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP).
“Nos han enseñado a ser desconfiados. Aquí hay una deuda histórica en 27 años. Hay leyes pendientes que han dormido en el congreso”, dice Alicia Lira, presidenta de la AFEP, quien aún exige justicia por su marido, Felipe Rivera, un militante del Partido Comunista asesinado por el régimen de Pinochet. La mañana fría y lluviosa del 10 de septiembre, Lira sostenía un clavel rojo y encabezaba el tradicional recorrido hacia el Cementerio Nacional.
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Activistas de derechos humanos sostiene fotos de personas desaparecidas durante la marcha por el 44 aniversario del golpe militar de Augusto Pinochet. CreditClaudio Reyes/Agence France-Presse — Getty Images
En la marcha de este año, a la que asistieron unas 4000 personas, asomaban cientos de carteles con fotografías, en blanco y negro, de detenidos desaparecidos con la pregunta de siempre: ¿Dónde están?
Lira asegura que el cierre de Punta Peuco sería muy bien valorado por las agrupaciones de Derechos Humanos, aunque la experiencia la obliga a ser cauta. “Si fuera real nosotros lo valoramos enormemente. Todo lo que sea avanzar en el tema de verdad y justicia, terminar con los privilegios para criminales que cometieron crímenes atroces en este país”, dice.
Más atrás, entre la multitud, también marchaba Joan Jara, la viuda del mítico cantante Víctor Jara, asesinado 5 días después del golpe de Estado. 
Jara estuvo detenido en el que se convertiría en el campo de concentración más masivo de la dictadura de Pinochet: el Estadio Nacional. Hoy, en el emblemático centro deportivo, existe la Corporación Estadio Nacional Memoria Nacional de exprisioneros políticos. Hernán Medina, quien fue detenido allí a los 22 años y recibió golpes y torturas, recorre una de las ocho escotillas que conectan la parte exterior con las graderías del estadio. En la visita guiada cuenta cómo fueron sus días y noches como prisionero entre septiembre y noviembre de 1973. Luego vendrían los campos de concentración de Chacabuco, Puchuncaví y 4 Álamos. Después, el exilio que fijó su residencia por 14 años en Finlandia.
“Acá sucedieron cosas increíbles. Lo más macabro que puedan imaginar. Pero también gestos desde la solidaridad. Una vez compartimos una naranja entre 40 personas. Los viejos comieron las rodajas y los jóvenes la cáscara”, dice Medina. Después de un largo proceso de reconstrucción psicológica ha decidido participar como voluntario en la corporación y volver a pisar el estadio que durante 40 años evitó visitar. Todavía le cuesta hablar. Se detiene, respira hondo y retoma la palabra. “Un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro”, se lee en las graderías. Medina lo repite en voz alta.
Veintisiete años después de recuperada la democracia, Chile todavía se aferra a pequeños gestos de reparación. Este 11 de septiembre, la Universidad de Chile le entregó el título profesional póstumo a 104 alumnos que fueron ejecutados o desaparecidos. Un reconocimiento que llega tarde pero que los familiares y amigos de las víctimas valoran como un pequeño triunfo. Otras batallas se siguen dando en los tribunales. Y al menos una vez al mes, un grupo de activistas completan la lista de victimarios y repiten “adonde vayan, los iremos a funar”.
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