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The New York Times | COMENTARIO >> Trump, Arpaio y los perros | Por DIEGO FONSECA 26 de agosto de 2017

El exalguacil Joe Arpaio, a la derecha CreditScott Olson/Getty Images North America


PHOENIX, Arizona — Y finalmente sucedió. La broma se convirtió en realidad. Cuando niño, solíamos reírnos al contar un chiste de tres actos del que debíamos adivinar el título. Decía el primer acto: “Un hombre sale a la calle y golpea a su vecino”; luego va al fondo de la casa y acaricia al perro. El segundo repetía la escena, e igual el tercero: “El hombre golpeaba al vecino e iba al patio de la casa y acariciaba al perro”.
¿Cómo se llama la obra?, el chiste concluía: “En el fondo era bueno”.
Den la bienvenida al perdonado exalguacil Joe Arpaio, un hombre que en el fondo era bueno. El chiste parece diseñado a la medida: Arpaio persiguió durante años a personas provenientes de otros países —sobre todo, latinos— bajo la suposición de que eran inmigrantes ilegales, mientras se erigía como un fiero defensor de los derechos de los perros en su estado, Arizona. El exalguacil usaba una prisión con aire acondicionado para proteger a perros maltratados y decía que alimentar a esos animales le costaba más dinero —pero estaba bien— que dar comida a los presos que apiñaba en tiendas militares bajo el sol asesino de Arizona. Arpaio trataba a los perros como humanos y a las personas como bestias.
¿Qué otra cosa que el reflejo de Trump en el campo es Arpaio? El mismo presidente, en campaña, dio una muestra de la crisis del sistema político y legal estadounidense cuando se jactó, como Arpaio con sus campos de concentración, que él podría asesinar a balazos a una persona en la Quinta Avenida e igual seguir como si nada en su carrera a la Casa Blanca. Enfrentemos esto: el hombre que se ufanaba de poder matar sin consecuencias acaba de perdonar al que torturaba en campos de concentración sin reparos. Ese es el mensaje del nuevo Estados Unidos para el mundo.Durante más de veinte años desde 1993, Arpaio encerró a miles de personas en su prisión al aire libre ubicada en el predio de una prisión estatal. Le llamaban Tent City (la ciudad de las carpas). Los prisioneros debían vestir traje a rayas, como en las películas, y usar calcetines y calzones rosados. Estaban obligados a hacer trabajos forzados. Una vez, Arpaio describió a las carpas como sus “campos de concentración”. Cuando la prensa se lo hizo saber, se jactó de ello. “Incluso si lo fuera, ¿qué problema hay? Yo sobrevivo”, le dijo al periódico The Guardian. “Sigo siendo reelegido”. Arpaio fue alguacil, votado por los habitantes del condado de Maricopa, el más grande del estado, durante 23 años.
El perdón a Arpaio es una nueva amenaza a la democracia, una burla cínica. Trump acaba de teatralizar un perdón a sí mismo. Arpaio ha desobedecido de manera flagrante a jueces federales que le ordenaron detener una práctica racista, ha regido una policía a su medida, ha interpretado la ley a su gusto y ha violado sistemáticamente los derechos de miles de personas —inocentes o no— con el único afán de hacer lo que él cree que es correcto. En Arpaio, como en Trump, solo importa la voluntad personal. Si la ley es un obstáculo, hay que mandarla al fondo del cajón.
Donald Trump ha hundido un clavo más en el sarcófago de la democracia liberal. El presidente de Estados Unidos perdonó a Arpaio sin cumplir las condiciones normales de los indultos presidenciales ni la revisión del Departamento de Justicia. El exalguacil siguió diciéndose inocente aun cuando las evidencias en su contra eran irrefutables. Trump eligió oponerse a la ley y se alineó con un criminal. Y lo hizo desafiante como quien se cree dueño de una plantación de bananas. Unos días atrás, se plantó con jactancia en un acto proselitista en Phoenix y anunció que, tal vez mañana o quizás la semana siguiente, él y solo él, decidiría sobre la futura alegría de un policía corrupto. No hubo debido proceso: el presidente, patética copia de un protozar autoritario, decidió según su deseo.
Por supuesto, el perdón fue celebrado por los seguidores duros de Trump. No hubo dudas entre ellos: el presidente y el exalguacil Arpaio defienden los mismos ideales. Un compendio de ideas nacionalistas demasiado carcanas al neofascismo sostenidas por una ardiente base de hombres blancos temerosos y resentidos, incapaces de comprender cómo el mundo se ha vuelto más sincrético y menos dominado por su raza. Perdonar a Arpaio, un policía racista que creía encarnar al buen estadounidense, no puede resultar más a la medida.
Es un triste consuelo suponer que Trump gobierna para su base, y que sus medidas apenas son gestos para el paroxismo de un hato de neonazis y supremacistas. Las consecuencias de las decisiones del presidente de Estados Unidos tienen graves efectos de largo plazo para la democracia del país, su sociedad y el equilibrio internacional. Cuando unos meses atrás, Angela Merkel dijo que Europa debe pensar sus asuntos —y el mundo— por sí sola, descorrió el velo que nada más la diplomacia internacional se resistía a dejar caer. Con Trump a la cabeza, el emperador está desnudo: ya nadie puede confiar en Estados Unidos.
El mensaje de Trump es desolador. Está bien violar la ley si con ello se obtienen resultados. Está bien torturar prisioneros en beneficio de un supuesto afán de justicia. Está bien perseguir y detener personas pertenecientes a las minorías porque cualquier color distinto al blanco sajón es sinónimo de criminalidad. Del mismo modo que cuando se negó a cuestionar sin dudas a los neonazis y supremacistas reunidos en Charlottesville, Trump volvió a apoyar al racismo con su perdón a Arpaio.
Alessandra Soler, la directora ejecutiva de la Unión por las Libertades Civiles de Estados Unidos (ACLU, por su sigla en inglés) de Arizona, estaba en una reunión de trabajo con su equipo cuando Trump anunció el perdón a Arpaio. Junto a otras organizaciones, ACLU llevó a Arpaio a la justicia en nombre de residentes latinos de Arizona por el racismo de sus detenciones ilegales. Cuando conversé con ella, Soler, una estadounidense hija de brasileños y argentinos, estaba devastada. “Estaba preparada para esperar el perdón, pero creía que la justicia prevalecería”, me dijo. “Mi corazón se hundió cuando escuché la noticia. Fue un insulto a la gente”.
El hombre que en el fondo era bueno con las bestias es más que la malévola expresión real de un chiste infantil. Su desprecio por los seres humanos distintos a él ha sido y es criminal. Su perdón por parte del presidente —una determinación de autócrata— pisotea la ley y echa la democracia de Estados Unidos a los perros.
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EL PAÍS | Trump ordena el cese fulminante de 46 fiscales de la era Obama > La operación de limpieza, aunque es habitual en las transiciones, sorprende por su brusquedad | J.M. AHRENS Washington 11 marzo, 2017




El presidente Donald Trump, en la Casa Blanca este viernes. AFP

La demolición del legado de Barack Obama se acelera. El presidente Donald Trump ha ordenado el cese fulminante de 46 fiscales designados por su antecesor. La operación de limpieza llega cuando crecen las voces en el entorno presidencial exigiendo una purga para acabar con la influencia de la anterior Administración y poner coto a las filtraciones.
El golpe afecta a los denominados fiscales de distrito, con un enorme poder en sus circunscripciones y de los que dependen los casos habitualmente más sonoros. Hasta que se proceda al nombramiento de los reemplazos, sus funciones serán asumidas por sus segundos, todos ellos pertenecientes a la escala técnica.
Los despidos han sorprendido por su brusquedad. Las sustituciones son moneda común durante el cambio de presidencia, pero se desarrollan de forma más gradual. Salvo contadas excepciones, como en el primer mandato de Bill Clinton, donde se procedió a otra tala masiva, los presidentes tienden a mantener en el puesto algunas figuras especialmente relevantes. En este caso, el barrido ha sido casi completo y ha afectado a fiscales tan reconocidos como el de Manhattan, conocido por su lucha contra la corrupción en Wall Street y que en noviembre, tras visitar la Torre Trump había logrado la aprobación del republicano.
El manotazo ha traído a la memoria el despido en enero pasado de la fiscal general interina, Sally Yates, por su negativa a defender los postulados del veto migratorio. Su cese, tras 27 años de servicio, fue fulminante y emitió una clara señal política en los primeros días de mandato presidencial.
Con la decisión de forzar la salida de los últimos cargos de la era Obama en el ministerio público, Trump da manos libres al nuevo fiscal general, el halcón Jeff Sessions, para determinar el color político del Departamento de Justicia. Al igual que el presidente, Sessions defiende las deportaciones masivas de inmigrantes indocumentados y ha mostrado su aversión al islam. Hombre polémico, en los ochenta fue rechazado para un puesto de juez federal por sus actitudes racistas, y la semana pasado quedó malherido por el escándalo del espionaje ruso. Al descubrirse que mintió ante el Senado sobre sus conversaciones en Washington con el embajador Sergei Kislyak, se vio forzado a recusarse a sí mismo en todas las investigaciones abiertas sobre la presunta conexión entre el equipo de Trump y el Kremlin.